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Se puede vivir sin dormir?

Quizá ninguna película haya sabido transmitir la angustia que puede producir la falta de sueño como El maquinista, la producción de Brad Anderson en la que un esquelético Christian Bale, afectado de insomnio crónico, se veía sumido en un universo de locura en el que apenas lograba sobrevivir para llegar al final del metraje musitando: «Sólo quiero dormir». Todos sabemos que hay pocas situaciones cotidianas tan estresantes como el ansia de dormir cuando no podemos hacerlo, y que hay también pocas batallas tan perdidas como la lucha contra el sueño cuando somos incapaces de mantener los ojos abiertos.

Dormir es una actividad que nos repone física y mentalmente, a la que los adultos deberíamos dedicar entre siete y nueve horas diarias; esta duración se eleva a 8-10 horas en los adolescentes, 9-11 horas en los niños en edad escolar, 10-13 horas en los preescolares (de 3 a 5 años), 11-14 horas para los niños de 1 a 2 años, 12-15 horas para los bebés de 4 a 11 meses, y 14-17 horas para los recién nacidos (de 0 a 3 meses), todo ello según las recomendaciones recientemente actualizadas por la Fundación Nacional del Sueño de EEUU.

Cuando no cumplimos estas recomendaciones, la falta de sueño nos deja sonados, con el cuerpo pesado como el plomo y serios déficits en la atención, la memoria, la concentración y la capacidad de tomar decisiones. Pero si conocemos bien los efectos de un sueño reparador y los perjuicios de no conseguirlo, en cambio no tenemos una idea tan clara sobre cuáles son los mecanismos que están detrás de todo ello. Durante años, los científicos han perseguido las razones clave por las que dormir es tan imprescindible. Sabemos que ayuda a ahorrar energía y a consolidar la memoria mediante la formación de nuevas conexiones neuronales encargadas de retener lo aprendido durante el día. Pero, ¿es esto suficiente para justificar la enorme inversión en sueño que debemos realizar a lo largo de toda nuestra vida?

EL CEREBRO TIRA DE LA CADENA

En 2013, un estudio publicado en la revista Science y dirigido por la neuróloga del Centro Médico de la Universidad de Rochester (EEUU) Maiken Nedergaard reveló que los canales entre las neuronas de los ratones crecen un 60% durante el sueño, y que este ahuecamiento se aprovecha para drenar las toxinas que se acumulan en esos espacios hacia el líquido cefalorraquídeo, el fluido que baña el cerebro y la médula espinal. En otras palabras, los científicos descubrieron que durante el sueño el cerebro tira de la cadena, eliminando residuos indeseables como la proteína beta-amiloide que es característica de la enfermedad de Alzheimer. El hallazgo fue tan revolucionario que mereció un puesto entre los diez avances del año para la revista Science.

Lo anterior suscita la inquietante pregunta de si la falta de sueño puede ser un desencadenante a largo plazo de enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer. Las pruebas no han establecido un vínculo tan directo, pero sí sabemos que la falta de sueño provoca pérdida de neuronas, y que cuando a ratones modificados para padecer Alzheimer se les impide dormir, la enfermedad se desarrolla antes de lo normal.

Sin embargo, no es necesario ir tan a largo plazo para encontrar los daños que un sueño deficiente puede provocar al ser humano. Detrás del malestar que sentimos como consecuencia de una noche en blanco, o de varias noches en gris, hay todo un cuadro de desarreglos que afectan a muchas partes de nuestro cuerpo, no solo al cerebro. Aumentan los niveles de hormonas como la dopamina, la epinefrina (adrenalina) y la interleuquina 6, relacionadas con la alerta, el estrés y la inflamación, lo que puede causar daño cardiovascular e infartos. También se dispara el cortisol, otra hormona de estrés que además envejece nuestro aspecto al romper el colágeno de la piel; el sistema inmunitario pierde eficacia, y se eleva el riesgo de padecer obesidad y diabetes de tipo 2: un estudio publicado este mes demuestra que cinco noches seguidas durmiendo cuatro horas bastan para reducir una cuarta parte la sensibilidad del cuerpo a la insulina. En los hombres, la falta de sueño reduce la testosterona y perjudica la calidad del esperma.

Un estudio publicado el pasado enero en la revista PLOS ONE por un equipo del Centro Médico de la Universidad Libre de Ámsterdam (Holanda) ha sometido a un grupo de 12 voluntarios a técnicas de neuroimagen, tests cognitivos y análisis bioquímicos después de una noche sin dormir. Los científicos, dirigidos por la psiquiatra Ursula Klumpers, estudian la respuesta de estrés como el intento del organismo de seguir despierto bajo la presión de la falta de sueño. «Desde una perspectiva evolutiva, mantenerse despierto ha servido para estar en guardia frente a amenazas externas, lo que requiere aumentar la alerta», escriben los investigadores. Entre sus conclusiones destaca que la privación del sueño anula los efectos de la práctica y el aprendizaje a la hora de realizar tareas; podemos imaginar lo que esto significaría si la tarea fuese, por ejemplo, pilotar un avión. «La privación del sueño en adultos sanos induce amplios cambios neurofisiológicos y endocrinos, caracterizados por un funcionamiento cognitivo disminuido», concluyen los autores.

INSOMNIO MORTAL

Ante este caos metabólico, neurológico y cognitivo, surge la pregunta: ¿podemos morir de falta de sueño? La única respuesta posible a quien tire de esa frase hecha, «ya dormiré cuando esté muerto», es que eso podría ocurrir pronto. Los casos de vigilia voluntaria no han llegado a tal extremo. El Libro Guinness establecía el récord en algo más de 11 días, pero posteriormente dejó de incluir esta marca debido a los riesgos para la salud que podía sufrir quien se propusiera batirla. En cambio, sí se conocen casos de muertes debidas a un raro y horrible mal llamado Insomnio Familiar Fatal (IFF). Identificada por primera vez en los años ochenta del siglo pasado, esta enfermedad hereditaria está causada por un prión, una proteína defectuosa que se rebela contra el organismo. El IFF puede aparecer en cualquier momento de la vida; a partir de entonces, comienza un proceso irreversible e incurable que pasa por privación completa del sueño, alucinaciones, pérdida de peso, incapacidad para caminar o hablar y aislamiento de la realidad, hasta que la muerte sobreviene entre 7 y 36 meses después de los primeros síntomas.

Sabemos también de los efectos letales de la privación del sueño por los experimentos con ratas. En 1989, el entonces profesor de la Universidad de Chicago Allan Rechtschaffen determinó que estos animales no vivían más de dos o tres semanas sin dormir, aunque la causa exacta de la muerte por insomnio aún es una incógnita. Pero, ¿cuál es el límite en seres humanos sanos? En tres palabras: no se sabe. «Esto variará con la edad, el género y el estado médico», apunta a El Huffington Post el doctor Michael Breus, experto mundial en medicina del sueño que a su práctica clínica une una intensa labor divulgadora por la cual se le conoce en EEUU como Doctor Sueño. Breus sí se atreve, en cambio, a señalar el límite de la falta crónica de sueño que enciende la luz roja del peligro: «Generalmente, veo efectos dañinos en mis pacientes cuando duermen solo cinco horas y media o menos».

EN BUSCA DEL SUEÑO PERDIDO

La buena noticia es que los perjuicios pueden ser reversibles, al menos en parte, si regresamos a una rutina de sueño saludable. Se ha demostrado que la sana costumbre de la siesta puede compensar los efectos metabólicos de un sueño nocturno insuficiente. Un estudio publicado este mes por investigadores de la Universidad Descartes-Sorbonne de París revela que dos siestas de 30 minutos, una por la mañana y otra por la tarde, bastan para suprimir los trastornos hormonales e inmunitarios que produce una noche con solo dos horas de sueño. Según el primer autor del trabajo, Brice Faraut, «este es el primer estudio que demuestra que la siesta puede restaurar los biomarcadores de salud neuroendocrina e inmunitaria a niveles normales», lo que en su opinión «puede contrarrestar los efectos dañinos de la restricción del sueño».

Por su parte, el doctor Breus advierte de que «nadie está seguro al cien por cien» de que los efectos sean totalmente reversibles. «Sabemos que podemos ponernos al día en la privación reciente del sueño, así que si estás en pie durante 36 horas, luego puedes dormir más y sentirte normal; pero si tu privación es de años, nunca llegarás a restaurarte por completo». En este último caso, prosigue Breus, el cuerpo nos permitirá dormir lo que necesitamos, pero tal vez solo lleguemos a recobrar un 90% de la salud perdida. «El sueño es reparador, y cuando impedimos a nuestro cuerpo que se repare, nunca llega a recuperarse. Ahí es donde comienza todo lo malo», concluye Breus.

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